martes, 8 de octubre de 2013

SOY FRIDA Y ROTA ESTOY DE TI, DIEGO


Me dueles tanto, Diego,
en la luna de octubre,
en la luz mortecina de las calles,
en el silencio de la noche.

Si mil veces me dijiste que me amabas,
y mil veces te devolví ese amor con mi mirada,
hoy me dejas, en cama, rota del alma mía
en el frío rincón del mundo.

Tus brochas en casa se secan
pensando al igual que yo, que vuelvas,
que un mural no te robe mis besos
y el pensamiento no huya hacia tus modelos.

Y es que encontraste todo el placer permitido,
en ese monstruoso  arte que es el pintar,
ese que ha sido tu amante ladino
y que me ha dejado en último lugar.

¿Qué hago, Diego, con este sórdido vacío en mis manos?
¿Qué hago con estas paredes suicidas que claman mi alegría?
Cuando vuelves en sigilo como un ladrón,
y la mañana te arrebata nuevamente de mis brazos.

Hay días que me recompongo
y junto todos esos trozos revueltos en el suelo.
Me recojo, me armo y ando
como un esqueleto antiguo deambulando en invierno.

Decías quererme, prometiste cuidarme,
y esa forma tuya de amar me está matando.
Yo, tullida, estéril, seca, escritora artera,
ahora no me alcanzan las palabras.

Esta tristeza es infame para contener tus ausencias.
Un lienzo no basta, una página en blanco tampoco.
Le sonríes al gato más que a mí.
Y las estrellas envidiosas acompañan tu descanso.

Te he llevado siempre en mi destierro,
consolándome a ciegas,
en esta soledad perdida
como vereda que no termina.

No, Diego, no causarás una más de mis lágrimas,
ni un sólo sollozo más por ti.
Rota he estado muchos días de mi existencia,
y rota he sabido sobrevivir sin ti.

Si te has de enamorar de mi hermana,
sólo una cosa te he de pedir,
reviéntame desde la llaga esta herida
pero no me dejes más incierta aquí.

Contigo he sabido colorear mi vida
pero si tengo que despedirme de ti,
porque se te escabulle este cariño con el tiempo,
lo haré para salvarte y para salvarme
antes de que me empobrezca con la muerte

en el último día de mi último entierro. 

martes, 24 de septiembre de 2013

EN APUESTAS SE ME VA LA VIDA

La distancia se hace grande,
este corazón de a poco se vacía,
apostando lo que no tengo,
apostando lo que me falta.
Y entre apuestas
se me derrama el silencio
y una canción de Violeta Parra.

Porque cuando el extrañarte se me entierra
y la desesperanza se me siembra,
no puedo ver otro camino que el de mi silueta
frágil, sombría, cabizbaja
como ha andado hace ya buen tiempo,
enfrentando lo terrible,
sobreviviendo a cualquier cataclismo,
aceptando mi infortunio 
y recibiendo a ese pájaro grande multicolor
que ya no tiene alas para volar.

Sólo me queda apostarte,
apostar tu felicidad a otro sol,
apostar tu sonrisa a otro motivo,
apostar tu silencio a un olvido escondido,
apostar mi muerte para que vuelva relucir tu risa,
tus ganas locas de brillar,
de seguir creciendo,
de seguir trascendiendo en esa chispa de vida
que prende lo que toca,
que sabe estallar en bondad y belleza,
en ese hermoso corazón tuyo
que se mueve armónicamente con tu voz.

Apuesto lo poco de bueno que hay en mí
con tal de que el amor nunca te falte.
Y pago satisfecha, cuidándote, 
llevándote a cuentagotas la ternura que poseo 
hasta el umbral de mi tumba
para que aún después de muerta,
mi corazón siga hablándote.
Esa apuesta es mi promesa
y es carente de caducidad.


lunes, 16 de septiembre de 2013

HISTORIA DE UN BUEN HOMBRE QUE UN DÍA DECIDIÓ CERRAR EL BAR



La mañana aparece fría, solitaria, como todas las mañanas que nos ofrece el invierno cuando es caprichoso y se resiste a regalar un poquito de candor. Él se despierta con ese ventarrón que le golpea violentamente la cara y anuncia que ha llegado un nuevo día, quizás igual que todos los demás.

Se levanta intempestivamente, comienza a recordar que no logró llegar a la cama y que rara vez se queda dormido en la barra del bar. El dolor de cabeza le recuerda que fueron demasiadas copas las que levantó la madrugada anterior, situación que no le sucede regularmente, pues son más bien los clientes los que pierden la cuenta de lo que ha pasado por su garganta y no él, quien siempre los ha atendido tan amablemente, a pesar de su carácter serio y reacio.

Desafortunado, tal vez, pero nunca, nunca, ha sido malicioso ni sinvergüenza. Este hombre de mediana edad se pregunta qué es lo que le sigue a ese momento sorpresivo en el cual comienza a darse cuenta que ni los años son los mismos, ni él ha cambiado de forma sustancial.

Simplemente se queda cabizbajo mirando perdidamente los vasos vacíos, la pista desierta y la ceniza de los cigarrillos muertos que esparcen el aroma de sueños decepcionantes y realidades baratas.

“Mmmmm, es tiempo de dejarlo” – piensa, como si quisiera convencerse al cien por ciento de lo que su mente dicta. “Es cierto, los clientes vienen, algunos ya rara vez se asoman, pero siempre hay alguien aquí que quiere emborracharse y dejar de lado su historia personal” – reflexiona, tratando de convencerse y afirmar con la cabeza eso a lo cual se resiste su corazón. Y en realidad, nunca son los clientes o la música o el hábito de beber solitariamente en un lugar extraño al hogar. En realidad es él, quien el día de hoy no siente más ánimo para prepararlo todo, nuevamente, ritualmente y ofrecer ese lugar que ya no es tan de él.

Así que se aventura a dejar todo limpio, ordenado y acomodado para que el polvo comience su proceso natural de hibernación. Guarda con cuidado las bocinas y apila los discos y cassettes en cajas de madera para que el futuro decida después qué hacer con ellos. Cierra con llave la cava y envuelve con mucho cuidado en trapos de algodón cada uno de los vasos de cristal que se han paseado tantas veces por sillas, mesas, barra y han llegado a parar al suelo. Esos pobres  astillados, que sin deberla ni temerla, a veces son maltratados por los ebrios malabaristas que ingenuamente confían en que nunca darán al piso por más que ingieran litros de alcohol. Las copas lo miran valientemente, con cara de pocos amigos, pues su destino no consiste en estar guardadas en cajas viejas de cartón, sino brillar bajo las luces del escenario, como tantas noches lo han hecho conteniendo líquidos de diversos colores.

Termina todo al fin, después de media tarde y asiente con la cabeza como dándose una aprobación a eso que no termina de asimilar. Cerrar el bar, a estas alturas, no es precisamente lo que había planeado en un inicio. Pero es un comienzo para otra cosa. “Espero…” – piensa. “Espero que sea lo mejor”.

Sube las escaleras y observa el dormitorio y la cocina que siempre han permanecido aparte de todo el bullicio que genera la estancia de la planta baja, donde hace ya varios ayeres acondicionó como bar. La cama lo mira tan tristemente, reclamándole por qué ha sido tan ingrato y no ha permitido que una dama se quede más de dos noches. La mesita con las dos sillas que ocupan el pequeño espacio alrededor de la estufa y el refrigerador, se percibe molesta, como si tuviera dos ojos penetrantes que le echaran en cara la ausencia de otra figura humana cuando él se sienta a almorzar. Nunca lo había sentido así, pero ahora su pequeño apartamento le parece amenazante e intuye que por la noche lo querrá asesinar. Así que prefiere salir a caminar, imaginando que cuando llegue, las intenciones mortíferas de sus muebles se hayan adormecido con el paso de la noche. “Ojalá” – piensa.

Busca el abrigo café que se encuentra colgado en el perchero y se dirige a la puerta. Una última mirada en el espejo le devuelve la mueca que ha traído todo el día en la cara, como si tratara de hacerlo reaccionar para cambiar ese semblante. Pero no tiene otro que mostrar.
Cierra de un portazo la entrada y se dirige con paso rápido hacia el parque, como queriendo huir lo más pronto de ahí. Prefiere no pensar, prefiere no recordar, prefiere evitar las miradas de los que pasan a su lado por el temor de que algún rostro conocido lo detenga y lo salude mecánicamente, sin ánimo de ofender.

Al llegar al parque, se da cuenta que hay demasiada gente y que también eso lo irrita, pues los niños, jóvenes y parejas forman un cuadro tan familiar que la miel que despiden se le resbala por las córneas de sus ojos y le hacen lagrimear. Regresar tampoco, no vaya a ser que esa noche sea su última ya que las miradas feroces de los enseres domésticos le advirtieron que es posible acabar con la vida de un hombre el cual no ha sabido acostumbrarse a la soledad.

Se resigna. Permanece sentado una hora, dos horas, tres horas, tratando de esquivar todos los recuerdos que el bar le ha regalado desde hace mucho tiempo. Sus ojos se detienen en la línea de la banqueta, en la pequeña flor que sobresale del pasto seco que está al centro de la plaza, en los rayos de las bicicletas que dan vueltas y vueltas y vueltas sin razón, en el balón de fútbol que atraviesa su línea de visión y corre alegremente hacia la calle donde pasan los vehículos veloces, sin considerar a los jóvenes transeúntes que se arriesgan a cruzar corriendo hacia el otro lado.

“¡Ya sé! ¡canciones!, me vendría bien intentar recordar canciones antiguas de mis viejos” – piensa con entusiasmo, como si encontrara una fórmula mágica para desvanecer toda esa inquietud que le ha traído el cierre, la partida y el amago de muerte de su casa. Sin embargo, en el momento que lo piensa, se activa la represión característica de quien desea algo con todas sus fuerzas y el inconsciente se opone tenazmente por el simple hecho de ser rebelde desde su concepción. Así que, por más que lo intenta, no logra tararear una sola melodía de las que ponía su madre cuando él era niño y le acompañaban al hacer la tarea, al esperar con gusto la merienda que ella tan cariñosamente preparaba en la cocina.

Después de estos intentos fallidos por olvidarse de todo, decide regresar, apenado, frustrado, decepcionado y temeroso de volver a lo mismo, a aquello que ha hecho tantos años y que ha querido cambiar. “Sólo a un inepto se le pudo ocurrir esa frase de ‘Querer es poder’” – piensa mientras se dirige con paso lento hacia el lugar de donde salió.

La noche ha caído y en el transcurso del camino, se encuentra con dos de sus clientes que insistentemente le preguntan si más de rato abrirá el bar. Él titubea, los mira a los ojos y a punto de decirles que no abrirá más, se convence desde lo más profundo que su respuesta es inevitable y a pesar de su frustración, asiente desganadamente, como aceptando que sus decisiones son efímeras y está en su naturaleza, regresar por el mismo camino.

“En unas horas abrimos el bar” – se repite constantemente, hasta que su voz logra sonorizar ese pensamiento que ha habitado mucho su tiempo su cabeza.


Puede ser un fracaso, puede ser la costumbre, puede ser el destino, incapaz de ser cambiado, o simplemente la inercia de una decisión tomada ya hace mucho tiempo. Él no lo sabe con certeza, pero lo que sí realmente sabe es que hay historias que son susceptibles de modificarse, de transformarse, de renovarse con el pasar de los años. La suya no es una de esas, la suya es la que está condenada a repetirse día con día, sin que nadie tenga posibilidades de salvarla. ¿Por qué? Porque él sigue siendo uno y, uno sólo, no puede cambiar su propia vida, si no hay otro que se arriesgue siquiera a mirarla, a abrazar lo que él no logra ver de sí, con la esperanza de convertirse en dos.  

NO OLVIDARSE DE SÍ

“Entonces me imagino que sufrí
que sufro, lo digo, lo escribo,
¡mentira! soy feliz, y no puedo pintar penas
ni bocetos de poemas de lo que no viví”.



Camina  su propio paso,
sorda en algunas ocasiones,
ciega, en otras.
Se queda sin voz
como reflexionando en los días que pasaron
en los días que ya no están.
Anhelando, deseando, transpirando,
suplicando por esa luz que no brillará,
una ventana que no se abrirá,
una certeza que jamás se dibujará.

Se sienta en la banqueta,
mira los carros pasar,
automóviles que no llevan a ningún lado
al cual ella quisiera estar.
Se consuela con el cielo perezoso
bajo una bruma de olor tóxico,
imaginando que detrás de ese grisáceo
están las alas, la plenitud, el tiempo,
ese maldito guerrero que no deja de caminar.

La paciencia se le ha caído
y ha quedado manchada en el suelo.
La decepción la invade hasta el punto tal
que ya no es posible volver atrás.
No sabe qué hacer, no sabe de dónde venir,
mucho menos conoce
si hay un pedazo de firmamento
destinado para dos, para vos.

Es tiempo de tomar el pulso
y saber cómo anda la presión delirante,
la respiración demandante,
el soplo sincero,
que la ha llevado a recorrer todo el trayecto
que la trajo hasta aquí, hasta este lugar siniestro.

Sabe que vive, sabe que quiere, sabe que es improbable
y que sólo resta no olvidarse de sí,
ni de su historia, ni de su época, ni del contexto
porque aunque el vendaval arrecie,
y la lluvia traiga días inhóspitos
y la tormenta deje un sol deslavado,
hay que seguir, cosechando experiencias,
recordando, recordando, como dice Rosario,
esa forma tan sutil de sonreír
que a ella le ha dejado un corazón cantante
y una rosa en medio del jardín.

martes, 13 de agosto de 2013

CARTA AL HIJO MAYOR QUE SE FUE

Mi buen primo:

Quería comenzar esta carta con un "Estimado... dos puntos" pero no tendría caso hacerlo porque no es la formalidad lo que busco, sino esa bondad y ese lazo familiar que nos unió en el pasado, cuando estabas, cuando pisabas estas calles.
Hoy no pude dormir por la tarde y recordé que te debía estas letras aunque jamás en tu vida (ni en tu muerte) me las fueras a cobrar.
Si hablara de tu partida, sería injusta con tu historia pues nadie más supo lo que motivó tu ausencia de este mundo. Sólo tú, antes y después de ese negro hasta luego. Porque nos volveremos a ver, eso sí. Tal vez no con estos ojos mortales ni con esta memoria mundana para recordarnos. Pero lo haremos.
La vida ha continuado después de ti. Para tu madre y tus hermanos, sombría. Para tu padre, no lo sé. Entendía sus silencios y la dureza de su trato. Sin embargo, jamás acepté esa forma tan especial que tenía de educar... y supongo que también de amar.
Tu retoño ahora nada cual estrella de mar. Perdón, eso a mí no me toca decírtelo pues él lo hace (es su derecho) cuando reza todas las noches por ti y para ti. Lo que sí observo es que su risa se convirtió en tu sonrisa. Así que no estás tan lejos de él.
Yo por mi parte te puedo compartir que jamás imaginé hablarte, mucho menos escribirte, porque la cordialidad y el cariño sólo nos daba para saludarnos y reírnos juntos de una que otra broma cuando esporádicamente nos veíamos. Sin embargo, te encontraba en las lágrimas salientes de una canción desenamorada y en el dolor convertido en gotas de alcohol regadas sobre tu garganta. Y así, a pedacitos, creías estar algo bien.
Mi madre me ha ayudado a mirarte, como quien llora y se desespera por un hijo que ha dejado a una madre desolada con su adiós. Y ahí, al menos yo, pude encontrar la nobleza de ese corazón tuyo que ahora el polvo y la soledad se han encargado de desvanecer.
No me queda más que decirte: "Duerme negrito". Ya no hay nada que te pueda doler, agobiar, enfurecer o entristecer. Ya la paz te inunda y concilia lo que fuiste con lo que te estás convirtiendo. Sólo fue cuestión de tiempo. 
Y tiempo es el que nos queda a nosotros, los que seguimos caminando, porque tampoco sabemos qué estaremos haciendo o por qué nos encontraremos conduciendo cuando llegue el fin. 
Un beso en tu frente y mi mirada templada es lo que te dejo. En algún lugar, nos volveremos a encontrar, pues nuestras luces nunca se apagarán.


lunes, 12 de agosto de 2013

LA MAR ESTÁ SILENTE

Hay momentos que la mar está callada, en silencio,
como esperando algo que no necesita ser esperado.
Porque está.
Las olas se deshacen y se funden en una horizontal
sin curvas ni remolinos, sin dimes ni diretes.

La mar quiere callar y ser simplemente agua
a pesar de que exista
un universo caótico bajo la superficie.

La mar quiere decidir y convencerse
que esta calma puede durar mucho tiempo
aunque también puede desencadenar
alegría y bullicio
pero un bullicio controlado
muy diferente a las tormentas pasadas.

Porque no se trata de olvidar.
Se trata de seguir siendo elemento, vida,
con todas las contradicciones del caso
y considerando el clima impredecible que pueda asomar.

En resumen, la mar busca pertenecer, arraigarse
... la mar quiere un hogar. 


viernes, 12 de julio de 2013

REVENTANDO FRONTERAS



Las luces de estrellas proyectan su vida después de muertas, dicen que para que no pase desapercibida esa vibrante sensación de ser mortales. Por eso son eternas y por eso son de todos.

Actúan de rompe-límites porque siempre han sido rebeldes, a pesar de que se vean muy lejanas y utópicas para la vida de los hombres.

Son azules, amarillas, rojas, naranjas. Se visten de diferentes colores porque el gusto de los humanos por el arcoiris es pegajoso y ellas se han adherido a esa preferencia culposa que estos pequeños seres celebran.

Cuando un brillo de estrella asoma a la ventana, parece que quisiera romper en añicos el marco. Es tan penetrante que no le basta con su fulgor, sino que necesita llegar hasta ahí, hasta el punto medular donde se sueñan las ilusiones de los que saben recordar que un buen descanso es el preludio a un buen día.

Me sería fácil imitarlas, sin embargo, sólo pasaría como una sencilla pirata queriendo rescatar un tesoro que nunca me ha sido revelado. 

Mi voz no logra la lucidez con la que ellas, inclusive tristes y descorazonadas, pueden transmitir esa vida que les fue dada y que trasciende el tiempo y el espacio.

El único consuelo que me queda es dejarme sobrecoger por ellas en la más negra de las noches de este planeta. Aquellas plateadas, llevarlas cerca de mi pecho y juntitas a mis oídos. 

Porque ahí donde veo sombras, engaños, desamor, ellas sobreviven radiantes, como si la muerte no existiera, como si mi alegría no me fuera la vida en ello.