Hay noches obscuras, Fidel, en las que ni una sola luz se asoma en mi rostro.
Debo confesarte que de niña dormía al amparo de una lámpara
para qué la negrura no me engulliera de un bocado.
Pero ahora es diferente: este velo negro que me inunda
me hace aguar mis ojos y florecer todas las dudas que no tuve durante el día.
Y después, el cataclismo, un dolor profundo que viene desde las entrañas
y sube hasta el pecho.
Nunca en mi adolescencia o en mi juventud lo había sentido
y es tan insólito que mis ojos no lo resisten
y van lacerando mis párpados hasta hacer derramar tiernas lágrimas sobre mis mejillas.
Sí, tiernas, Fidel, porque el detonante es el desamor, el olvido y la falta de esperanza.
Tú me has visto y has escuchado este lamento negro, sombrío
que me ha acompañado durante las últimas semanas.
Imaginas el motivo, pero no sabes con certeza la causa de este dolor
y también la causa de sentirme viva.
Pues en el dolor está la evidencia de lo que estamos hechos,
de lo que nos ata a este mundo
y nos mantiene conscientes de nuestra mortalidad.
No sé, amigo, si esto que siento es una bendición por haber amado tanto
o el trágico desenlace de saber que ya nada sucederá.
El sol de invierno no brilla para mi todos los días.
Me ha quitado el presente y promete rayos de sol muy tenues para mañana,
el cual no sé si será para mi.
Sólo las nubes observan mi paso y esconden ese brillo
que encontré alguna vez en un día de julio.
Por si te preguntabas, Fidel, esta es mi respuesta: No lo sé.
Sólo tengo una duda y este dolor acechándome al borde de la cama.