La mañana aparece fría, solitaria, como todas las mañanas que nos
ofrece el invierno cuando es caprichoso y se resiste a regalar un poquito de
candor. Él se despierta con ese ventarrón que le golpea violentamente la cara y
anuncia que ha llegado un nuevo día, quizás igual que todos los demás.
Se levanta intempestivamente, comienza a recordar que no logró llegar
a la cama y que rara vez se queda dormido en la barra del bar. El dolor de
cabeza le recuerda que fueron demasiadas copas las que levantó la madrugada
anterior, situación que no le sucede regularmente, pues son más bien los
clientes los que pierden la cuenta de lo que ha pasado por su garganta y no él,
quien siempre los ha atendido tan amablemente, a pesar de su carácter serio y
reacio.
Desafortunado, tal vez, pero nunca, nunca, ha sido malicioso ni
sinvergüenza. Este hombre de mediana edad se pregunta qué es lo que le sigue a
ese momento sorpresivo en el cual comienza a darse cuenta que ni los años son
los mismos, ni él ha cambiado de forma sustancial.
Simplemente se queda cabizbajo mirando perdidamente los vasos vacíos,
la pista desierta y la ceniza de los cigarrillos muertos que esparcen el aroma
de sueños decepcionantes y realidades baratas.
“Mmmmm, es tiempo de dejarlo” – piensa, como si quisiera convencerse
al cien por ciento de lo que su mente dicta. “Es cierto, los clientes vienen,
algunos ya rara vez se asoman, pero siempre hay alguien aquí que quiere
emborracharse y dejar de lado su historia personal” – reflexiona, tratando de convencerse
y afirmar con la cabeza eso a lo cual se resiste su corazón. Y en realidad,
nunca son los clientes o la música o el hábito de beber solitariamente en un
lugar extraño al hogar. En realidad es él, quien el día de hoy no siente más
ánimo para prepararlo todo, nuevamente, ritualmente y ofrecer ese lugar que ya
no es tan de él.
Así que se aventura a dejar todo limpio, ordenado y acomodado para que
el polvo comience su proceso natural de hibernación. Guarda con cuidado las
bocinas y apila los discos y cassettes en cajas de madera para que el futuro
decida después qué hacer con ellos. Cierra con llave la cava y envuelve con mucho
cuidado en trapos de algodón cada uno de los vasos de cristal que se han
paseado tantas veces por sillas, mesas, barra y han llegado a parar al suelo.
Esos pobres astillados, que sin deberla
ni temerla, a veces son maltratados por los ebrios malabaristas que
ingenuamente confían en que nunca darán al piso por más que ingieran litros de
alcohol. Las copas lo miran valientemente, con cara de pocos amigos, pues su
destino no consiste en estar guardadas en cajas viejas de cartón, sino brillar
bajo las luces del escenario, como tantas noches lo han hecho conteniendo
líquidos de diversos colores.
Termina todo al fin, después de media tarde y asiente con la cabeza
como dándose una aprobación a eso que no termina de asimilar. Cerrar el bar, a
estas alturas, no es precisamente lo que había planeado en un inicio. Pero es
un comienzo para otra cosa. “Espero…” – piensa. “Espero que sea lo mejor”.
Sube las escaleras y observa el dormitorio y la cocina que siempre han
permanecido aparte de todo el bullicio que genera la estancia de la planta
baja, donde hace ya varios ayeres acondicionó como bar. La cama lo mira tan
tristemente, reclamándole por qué ha sido tan ingrato y no ha permitido que una
dama se quede más de dos noches. La mesita con las dos sillas que ocupan el
pequeño espacio alrededor de la estufa y el refrigerador, se percibe molesta,
como si tuviera dos ojos penetrantes que le echaran en cara la ausencia de otra
figura humana cuando él se sienta a almorzar. Nunca lo había sentido así, pero
ahora su pequeño apartamento le parece amenazante e intuye que por la noche lo
querrá asesinar. Así que prefiere salir a caminar, imaginando que cuando
llegue, las intenciones mortíferas de sus muebles se hayan adormecido con el
paso de la noche. “Ojalá” – piensa.
Busca el abrigo café que se encuentra colgado en el perchero y se
dirige a la puerta. Una última mirada en el espejo le devuelve la mueca que ha
traído todo el día en la cara, como si tratara de hacerlo reaccionar para
cambiar ese semblante. Pero no tiene otro que mostrar.
Cierra de un portazo la entrada y se dirige con paso rápido hacia el
parque, como queriendo huir lo más pronto de ahí. Prefiere no pensar, prefiere
no recordar, prefiere evitar las miradas de los que pasan a su lado por el
temor de que algún rostro conocido lo detenga y lo salude mecánicamente, sin
ánimo de ofender.
Al llegar al parque, se da cuenta que hay demasiada gente y que también
eso lo irrita, pues los niños, jóvenes y parejas forman un cuadro tan familiar
que la miel que despiden se le resbala por las córneas de sus ojos y le hacen
lagrimear. Regresar tampoco, no vaya a ser que esa noche sea su última ya que las
miradas feroces de los enseres domésticos le advirtieron que es posible acabar
con la vida de un hombre el cual no ha sabido acostumbrarse a la soledad.
Se resigna. Permanece sentado una hora, dos horas, tres horas,
tratando de esquivar todos los recuerdos que el bar le ha regalado desde hace
mucho tiempo. Sus ojos se detienen en la línea de la banqueta, en la pequeña
flor que sobresale del pasto seco que está al centro de la plaza, en los rayos
de las bicicletas que dan vueltas y vueltas y vueltas sin razón, en el balón de
fútbol que atraviesa su línea de visión y corre alegremente hacia la calle
donde pasan los vehículos veloces, sin considerar a los jóvenes transeúntes que
se arriesgan a cruzar corriendo hacia el otro lado.
“¡Ya sé! ¡canciones!, me vendría bien intentar recordar canciones
antiguas de mis viejos” – piensa con entusiasmo, como si encontrara una fórmula
mágica para desvanecer toda esa inquietud que le ha traído el cierre, la
partida y el amago de muerte de su casa. Sin embargo, en el momento que lo
piensa, se activa la represión característica de quien desea algo con todas sus
fuerzas y el inconsciente se opone tenazmente por el simple hecho de ser
rebelde desde su concepción. Así que, por más que lo intenta, no logra tararear
una sola melodía de las que ponía su madre cuando él era niño y le acompañaban
al hacer la tarea, al esperar con gusto la merienda que ella tan cariñosamente
preparaba en la cocina.
Después de estos intentos fallidos por olvidarse de todo, decide
regresar, apenado, frustrado, decepcionado y temeroso de volver a lo mismo, a
aquello que ha hecho tantos años y que ha querido cambiar. “Sólo a un inepto se
le pudo ocurrir esa frase de ‘Querer es poder’” – piensa mientras se dirige con
paso lento hacia el lugar de donde salió.
La noche ha caído y en el transcurso del camino, se encuentra con dos
de sus clientes que insistentemente le preguntan si más de rato abrirá el bar.
Él titubea, los mira a los ojos y a punto de decirles que no abrirá más, se convence
desde lo más profundo que su respuesta es inevitable y a pesar de su
frustración, asiente desganadamente, como aceptando que sus decisiones son
efímeras y está en su naturaleza, regresar por el mismo camino.
“En unas horas abrimos el bar” – se repite constantemente, hasta que
su voz logra sonorizar ese pensamiento que ha habitado mucho su tiempo su
cabeza.
Puede ser un fracaso, puede ser la costumbre, puede ser el destino,
incapaz de ser cambiado, o simplemente la inercia de una decisión tomada ya
hace mucho tiempo. Él no lo sabe con certeza, pero lo que sí realmente sabe es que hay historias que son susceptibles de modificarse, de
transformarse, de renovarse con el pasar de los años. La suya no
es una de esas, la suya es la que está condenada a repetirse día con día, sin
que nadie tenga posibilidades de salvarla. ¿Por qué? Porque él sigue siendo uno
y, uno sólo, no puede cambiar su propia vida, si no hay otro que se arriesgue
siquiera a mirarla, a abrazar lo que él no logra ver de sí, con la esperanza de convertirse en dos.