“Entonces
me imagino que sufrí
que
sufro, lo digo, lo escribo,
¡mentira!
soy feliz, y no puedo pintar penas
ni
bocetos de poemas de lo que no viví”.
Camina su propio paso,
sorda en
algunas ocasiones,
ciega, en
otras.
Se queda sin
voz
como reflexionando
en los días que pasaron
en los días que
ya no están.
Anhelando,
deseando, transpirando,
suplicando por
esa luz que no brillará,
una ventana
que no se abrirá,
una certeza
que jamás se dibujará.
Se sienta en
la banqueta,
mira los
carros pasar,
automóviles
que no llevan a ningún lado
al cual ella
quisiera estar.
Se consuela
con el cielo perezoso
bajo una
bruma de olor tóxico,
imaginando que
detrás de ese grisáceo
están las
alas, la plenitud, el tiempo,
ese maldito
guerrero que no deja de caminar.
La paciencia
se le ha caído
y ha quedado
manchada en el suelo.
La decepción
la invade hasta el punto tal
que ya no es
posible volver atrás.
No sabe qué
hacer, no sabe de dónde venir,
mucho menos conoce
si hay un
pedazo de firmamento
destinado para
dos, para vos.
Es tiempo de
tomar el pulso
y saber cómo
anda la presión delirante,
la respiración
demandante,
el soplo
sincero,
que la ha
llevado a recorrer todo el trayecto
que la trajo
hasta aquí, hasta este lugar siniestro.
Sabe que
vive, sabe que quiere, sabe que es improbable
y que sólo
resta no olvidarse de sí,
ni de su
historia, ni de su época, ni del contexto
porque aunque
el vendaval arrecie,
y la lluvia
traiga días inhóspitos
y la
tormenta deje un sol deslavado,
hay que
seguir, cosechando experiencias,
recordando,
recordando, como dice Rosario,
esa forma
tan sutil de sonreír
que a ella
le ha dejado un corazón cantante
y una rosa en
medio del jardín.
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