Me dueles
tanto, Diego,
en la luna
de octubre,
en la luz
mortecina de las calles,
en el silencio
de la noche.
Si mil veces
me dijiste que me amabas,
y mil veces te
devolví ese amor con mi mirada,
hoy me dejas,
en cama, rota del alma mía
en el frío rincón del mundo.
Tus brochas
en casa se secan
pensando al
igual que yo, que vuelvas,
que un mural
no te robe mis besos
y el
pensamiento no huya hacia tus modelos.
Y es que encontraste
todo el placer permitido,
en ese
monstruoso arte que es el pintar,
ese que ha
sido tu amante ladino
y que me ha
dejado en último lugar.
¿Qué hago,
Diego, con este sórdido vacío en mis manos?
¿Qué hago
con estas paredes suicidas que claman mi alegría?
Cuando vuelves
en sigilo como un ladrón,
y la mañana
te arrebata nuevamente de mis brazos.
Hay días que
me recompongo
y junto
todos esos trozos revueltos en el suelo.
Me recojo, me
armo y ando
como un
esqueleto antiguo deambulando en invierno.
Decías
quererme, prometiste cuidarme,
y esa forma
tuya de amar me está matando.
Yo, tullida,
estéril, seca, escritora artera,
ahora no me
alcanzan las palabras.
Esta tristeza
es infame para contener tus ausencias.
Un lienzo no
basta, una página en blanco tampoco.
Le sonríes
al gato más que a mí.
Y las
estrellas envidiosas acompañan tu descanso.
Te he
llevado siempre en mi destierro,
consolándome
a ciegas,
en esta
soledad perdida
como vereda
que no termina.
No, Diego, no
causarás una más de mis lágrimas,
ni un sólo sollozo
más por ti.
Rota he
estado muchos días de mi existencia,
y rota he
sabido sobrevivir sin ti.
Si te has de
enamorar de mi hermana,
sólo una
cosa te he de pedir,
reviéntame desde
la llaga esta herida
pero no me
dejes más incierta aquí.
Contigo he sabido
colorear mi vida
pero si
tengo que despedirme de ti,
porque se te
escabulle este cariño con el tiempo,
lo haré para
salvarte y para salvarme
antes de que
me empobrezca con la muerte
en el último día de mi último
entierro.
Hola quisiera saber de donde sacaste esa increible foto?
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