Las luces de estrellas proyectan su vida después de muertas,
dicen que para que no pase desapercibida esa vibrante sensación de ser
mortales. Por eso son eternas y por eso son de todos.
Actúan de rompe-límites porque siempre han sido rebeldes, a
pesar de que se vean muy lejanas y utópicas para la vida de los hombres.
Son azules, amarillas, rojas, naranjas. Se visten de diferentes
colores porque el gusto de los humanos por el arcoiris es pegajoso y ellas se
han adherido a esa preferencia culposa que estos pequeños seres celebran.
Cuando un brillo de estrella asoma a la ventana, parece que
quisiera romper en añicos el marco. Es tan penetrante que no le basta con su
fulgor, sino que necesita llegar hasta ahí, hasta el punto medular donde se
sueñan las ilusiones de los que saben recordar que un buen descanso es el
preludio a un buen día.
Me sería fácil imitarlas, sin embargo, sólo pasaría como una
sencilla pirata queriendo rescatar un tesoro que nunca me ha sido revelado.
Mi
voz no logra la lucidez con la que ellas, inclusive tristes y descorazonadas,
pueden transmitir esa vida que les fue dada y que trasciende el tiempo y el
espacio.
El único consuelo que me queda es dejarme sobrecoger por ellas en la
más negra de las noches de este planeta. Aquellas plateadas, llevarlas cerca de
mi pecho y juntitas a mis oídos.
Porque ahí donde veo sombras, engaños,
desamor, ellas sobreviven radiantes, como si la muerte no existiera, como si mi
alegría no me fuera la vida en ello.
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