La tierra seca del desierto en llamas va abriéndose poco a poco para dar lugar a un cuerpo inerte. Sus brazos y sus piernas son ruinas de marfil que alguna vez resplandecieron. El cabello hecho selva ha entretejido escondrijos y soledades, miedos y fracasos.
Parece que guarda en la mano un espejo sin reflejo que se vislumbra más como metal oxidado. El corazón, ¡ay! se ha contraído hasta ser una piedra pohorosa, una mina agujerada a punto de caerse.
Hace ya tiempo de lo ocurrido, de lo que vino y se llevo consigo altaneramente el rojo de su ser:
Fue en una tarde de invierno cuando ella cayó de rodillas y suplicó un destello. Las tolvaneras habían azotado tanto su cuerpo que comenzaba a cuartearse, a agriarse. Sus gotas de rocío ya no podían abrazar más su soledad y se caían, amarillentas, como si nunca hubieran sido cristalinas. Hundió su mano entre los tibios granos de arena y pronto encontró un marco olvidado por algún eremita antiguo. Palpaba fervorosamente aquel trozo de esperanza. Al observarlo supo que mas que un objeto, era una alucinación que había venido únicamente arrebatarle lo que ya había perdido hace varias lunas: el respeto que hace caminar.
Y comenzó todo. Brotó la sangre a borbotones, caliente, dulzona, infame. Siguió y siguió y siguió. El alma entera se desangraba pues ya nada (y si alguna vez existió) ni nadie podía detenerla. Precioso era el rojo escarlata que abandonaba lentamente el cuerpo, sádicamente, para condenar un perpetuo dolor. Se empezaba a formar una laguna espesa que invadiría el suelo que la vio nacer por primera vez.
El último aliento y la última mirada fueron ofrecidos a la estrella del norte y a los ángeles que irónicamente la habían acompañado en los calvarios. En realidad no moría, firmaba su propia condenada. Finalmente, sus labios se abrieron pronunciando una plegaria aprendida en la niñez y se cerraron con un beso de buenas noches. Su sueño sólo había sido el quererse reflejar en el espejo de otro.
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