lunes, 15 de abril de 2013

GRACIAS VIOLETAS

El anochecer se adelantó. La luna envidiosa vino a posarse en lo más alto del cielo, como señora omnipotente. El viento dejó de soplar y de respirar.
Las risas callaron y el silencio lo inundó todo. Las violetas se quedaron mudas, a la expectativa y rondándoles la tristeza en el pensamiento.
Fue imposible la claridad; días, puedo decir, mas no meses ni mucho menos años. Pues la estrella se asomó, cubriéndose el rostro, primero por la vergüenza de ser frágil y, segundo, porque sigue estando a millones de años luz.



Las violetas la miraron y la estrella se quedó pasmada, incapaz de alcanzar con sus rayos las tiernas hojas y las raíces clavadas en la tierra en la madre tierra. Por primera vez pudo entender que la grandeza del día no está en lo luminoso y apantallante, sino en la calidez de un fuego amoroso que, día a día, se levanta haciendo su intento, tal vez y a veces, el mejor. 
Las violetas lo entendieron y también descubrieron que no es posible vivir sin el desvelo y el cuidado de algo o alguien que les provea un poco de cariño depositado en destellos de colores.
La estrella, en cambio, tiene que decidir cómo alumbrar de lejos, sin imitar la grandiosidad del día. Ha cometido errores por ser soberbia.
Sin embargo, le es imposible concebir una noche sin fragancia, una noche sin la esencia de la noche y una noche sin el ferviente deseo de ser de nuevo día para volver a comenzar.
Gracias violetas, el rocío no ha sido inútil. 

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